1 de abril de 2021, seguimos con la misma situación que teníamos hace un año, pero lo último que debemos hacer es desesperarnos, así que hoy os dejo un relato que comenzó como un microrrelato para un concurso pero que, por alguna razón, necesité seguir escribiendo hasta que acabé convitiéndolo en un maxirrelato. Un poco más que me hubiese empeñado y quizá ahora estuviéseis leyendo una novela.
En fín, aquí os lo dejo, que lo disfrutéis.
Julita
Me encontraba abrazado a mi madre, las lágrimas corrían por mis mejillas sin que pudiese evitarlo. Había perdido a la persona más importante de mi vida y estaba convencido de que nada volvería a ser igual.
Mi abuelo había muerto hacía escasamente unas horas, lo hizo agarrado a mi mano con una fuerza inusitada, teniendo en cuenta el momento en que se encontraba. Quiso decirme algo, pero yo no podía entenderle, pues de sus labios únicamente salía un exiguo hilo de voz. Tuve que acercar el oído hasta casi rozar su boca y de esa forma logré entender, a duras penas, lo que deseaba.
─En la habitación… la del fondo… está allí… ve a buscarlo… ─esas palabras fueron las únicas que entendí antes de que exhalase con el último suspiro y sus manos se soltasen flácidas y amoratadas de las mías.
Permanecí varios minutos más, no puedo precisar cuántos, sentado en el borde de la cama, sin cambiar la postura ni la actitud que había tenido antes. Necesitaba asimilar lo que estaba ocurriendo, convencerme de que ésa sería la última vez que le vería. Fue entonces cuando mi madre se acercó y agarrándome por los hombros me instó, con suavidad, a incorporarme.
─No podemos hacer nada más ─me dijo─ tienes que ser fuerte.
La rodeé con mis brazos y la abracé, pero no era un abrazo normal, era el mismo con el que debe de agarrarse un náufrago al tablero que pasa por su lado, cuando se encuentra en medio del mar y que, con mucho esfuerzo, consigue alcanzar.
Ahora no podía deshacer el abrazo, pensaba que si lo hacía, no volvería a encontrar mi rumbo, pero, debía sobreponerme. En algún momento tenía que hacer frente a la realidad de que nunca más cruzaría la calle unidos sus dedos con los míos. De que no volvería a escuchar sus historias cuando, solos los dos, jugábamos a inventarlas a cuál más descalabrada. Tampoco vería más sus guiños cómplices en la mesa, a escondidas de mis padres, cuando sabía que alguna comida no era de mi gusto y, después, el intercambio de platos con el más absoluto sigilo.
Tuve que dejar transcurrir un tiempo, que supongo que a ella debió de parecerle eterno, para poder serenarme y, deshaciendo el abrazo la miré sin verla, velada como estaba mi vista por las lágrimas.
─Está bien ─le dije─ supongo que tienes razón, es ley de vida.
Salí de la habitación sin volver la vista atrás, quería guardarle en mi memoria con la serenidad del último aliento. Me crucé con el médico, con mis tías y algunos familiares más, incluso creo que algún vecino, pero pasaron por mi lado como si yo fuese un fantasma, o quizá sí que lo fuera.
Me vinieron a la mente sus últimas palabras: “la habitación del fondo… ve a buscarlo…”
Recorrí el pasillo de aquella casa tan familiar y llegué a la puerta de la estancia que sabía que era a la que se refería mi abuelo. Agarré el pomo con mi mano derecha y me infundí el valor necesario para traspasarla, pues mis dedos, al igual que el resto de mi cuerpo, se encontraban agarrotados debido a los temblores que se habían apoderado de ellos.
Sabía que debía entrar, que tenía que cumplir su último deseo. Giré el tirador y empujé la puerta muy despacio, al ceder me encontré con la penumbra que se esparcía por cada uno de los rincones. Mi corazón palpitaba con fuerza, haciendo que no escuchase otro sonido que sus latidos.
Busqué a tientas el interruptor y, al accionarlo, conseguí que la luz sustituyese a la oscuridad. En ese momento, ante mis ojos aparecieron los libros que mi abuelo, durante toda su larga vida, había conseguido reunir.
Me dejé caer en el sillón en que tantas veces se había sentado él, recorrí con la mirada las estanterías y de nuevo pensé en sus últimas palabras; ¿qué había querido decirme? ¡Yo no tenía dónde poner todos aquellos libros! En ese momento me di cuenta de que uno de ellos sobresalía del resto y pensé que quizá lo había dejado así para llamar mi atención. Si ése era el motivo, lo había conseguido.
Incorporándome, me acerqué a él, lo tomé entre mis manos y volví a sentarme de nuevo en el sillón para hojearlo tranquilamente. Era un libro pequeño, se titulaba EL VALOR DE LA FELICIDAD y estaba escrito por mi propio abuelo.
En la tapa aparecía serigrafiada una foto de los dos en la que él se encontraba sentado y yo, por detrás, le rodeaba el cuello con mis brazos. Hacía bastante tiempo que había sido tomada, pues en ella, yo no tendría más de 10 años. Reflexioné en que no la recordaba y era extraño, pues en mi memoria guardaba todo lo que se relacionaba con él.
Acaricié, mientras la observaba, ese rostro tan adorado por mí, recorriendo sus rasgos con mis dedos y, las lágrimas, acudieron de nuevo a mis ojos. Sobreponiéndome lo abrí y, en la primera página, a modo de prólogo, había escrito:
─Este libro está dedicado a mi nieto Álvaro, quizá con él encuentre el verdadero valor de la felicidad.
Comencé su lectura, pero no pude continuar pues escuché la voz de mi madre llamándome. Por alguna razón no quise que supiese lo que estaba haciendo, así que volví rápidamente a poner el libro en su lugar, pero esta vez sin que destacase de los demás y, apagando la luz, salí de la habitación cerrando la puerta tras de mí.
─¿Dónde estabas? ─me preguntó. Pero sin esperar respuesta continuó─ Creíamos que nos ibas a ayudar a arreglar a tu abuelo, pero has desaparecido y a tu padre le estoy llamando pero no consigo hacerme con él, es el único que no ha venido, tus tíos están aquí…
Hablaba muy deprisa y yo no conseguía saber exactamente qué era lo que me estaba diciendo, ni lo que en realidad pretendía de mí, pero dejaba que siguiese con su elocución, mientras miraba a mi alrededor y saludaba a mis familiares; Ramón, el hermano mayor de mi padre me abrazó y me mantuvo unos instantes junto a él. Lo mismo hizo Pedro, el pequeño. Besé a mis dos tías, sus mujeres y entré en la habitación de mi abuelo, agarrado a la mano de mi madre.
Le habían vestido con su mejor traje, tenía los ojos cerrados y descansaba encima de la cama con las manos cruzadas sobre el pecho. Daba la sensación de que estuviese dormido, pues una gran serenidad exhalaba de su rostro. No podía apartar la vista de él, llegué a pensar en tumbarme a su lado y sentir su cuerpo junto al mío como cuando era pequeño. Tuve que convencerme de que ya no estaba con nosotros y de que yo era ya un hombre hecho y derecho, como tantas veces me repetían todos, todos menos él. Para él yo seguía siendo su niño, su único nieto. Mis padres no tuvieron más hijos y mis tíos no habían tenido ninguno, así que yo era el único descendiente por su parte y el que el día de mañana heredaría.
Me entraron unas ganas inmensas de volver a la biblioteca y continuar con su libro, me parecía que me iba a sentir más cerca de él a través de sus hojas, que en esa habitación donde tenía que compartirle con los demás, cuando apareció mi padre, el hijo mediano de mi abuelo y el que más se parecía a él físicamente. El parecido era únicamente exterior, pues interiormente eran totalmente diferentes. Mi abuelo siempre fue comprensivo, amable, cariñoso y eso hacía que todas las personas que le conocían, se sintiesen atraídas por él casi al instante; mi padre era todo lo contrario, no se podía decir que fuese, ni mucho menos, mala persona, pero para él, lo más importante era su propio yo, por lo que relegaba a un segundo o tercer puesto a los demás, incluidos su mujer y yo mismo.
No tengo prácticamente ningún recuerdo de mi infancia en el que mi padre se haya sentido cómplice de mis juegos, únicamente le preocuparon siempre mis notas, me decía que quería sentirse orgulloso de mí y que no le defraudase, por lo que yo me esforzaba en cumplir su deseo, pero para él, nunca era suficiente.
─Tienes que ser el mejor ─me decía─ el día de mañana tendrás que hacerte cargo del negocio y te quedarás solo, sin nadie que te pueda ayudar ni aconsejarte.
Yo le miraba con miedo, temblándome las rodillas, pues no me sentía capaz de poder cumplir sus expectativas y cuando terminaba con su discurso, acudía a refugiarme en brazos de mi abuelo.
─Papá ─le decía─ si sigues protegiéndole tanto, nunca va a ser capaz de hacerse un hombre de provecho.
─Eso son tonterías ─le respondía él─ yo nunca fui tan duro con ninguno de vosotros y no me habéis decepcionado, quitando de que tú no deberías de ser tan inflexible, no creo que sea la forma idónea de educar a un hijo, un poco de cariño no hace mal a nadie.
Pero mi padre no quería escucharle, él estaba tan seguro de sí mismo, que no admitía consejos de nadie, ni de su propio padre. Ahora pienso que yo tuve la gran suerte de crecer con dos caracteres tan diferentes, pues esa dualidad, me ayudó a formar el mío propio, aunque a los ojos de mi padre siempre haya pecado de blando.
Lo primero que hizo al entrar en la habitación, fue acercarse a mí y abrazarme. Me quedé tan extrañado que no supe cómo reaccionar, no recordaba ninguna otra vez en que lo hubiese hecho. Me di cuenta de que era consciente de lo que para mí suponía la pérdida que acabábamos de padecer y rodeé su cuerpo con mis brazos. El abrazo no se prolongó más allá de unos segundos, pues supongo que no quería dar ningún signo de debilidad delante de todos los que allí se encontraban, eso era algo que no podía ni quería permitirse.
Al soltarme, se acercó a mi madre a la que saludó con un ligero beso en la mejilla, me di cuenta de que ella le susurraba algo, pues sus labios se movieron ligeramente, pero él se separó casi al instante con un gesto de desdén y fue saludando a cada uno de los presentes, pero como era normal en él, sin ser demasiado efusivo, en su justa medida.
Yo no veía el momento de ir a por el libro de mi abuelo sin que los demás se percatasen de mi ausencia, pues no quería que me interrogasen sobre mis intenciones, cuando la criada anunció que acababan de llegar los de la funeraria para hacerse cargo del cuerpo.
Mi madre me preguntó si quería despedirme de él, pero yo no tenía necesidad de hacerlo, mi abuelo seguía a mi lado y lo estaría siempre. Aproveché el desconcierto que se provocó en ese momento, para irme a la biblioteca, apoderarme del libro y guardarlo en el portafolios que solía llevar siempre conmigo (costumbre heredada de mi progenitor y que en ese momento servía a mis propósitos).
Me despedí de cada una de las personas que se encontraban allí reunidas, tal y como mi educación me lo indicaba y le dije a mi madre que me iba a casa y, que cuando pudiese y lo considerase necesario, me pusiese al día de todo lo que habría que hacer a partir de ese momento, sobre todo lo que a mí me correspondería.
Bajé las escaleras de dos en dos, tal y como solía hacer cuando nadie me observaba, dirigiéndome al garaje para subirme en mi coche y llegar al piso en el que vivía desde que había decidido emanciparme y por supuesto, me lo habían consentido, ya que mis ingresos dependían del sueldo que recibía por el trabajo que desempeñaba en la empresa familiar y que habían establecido entre mi padre y sus hermanos, pues hacía unos cuantos años que mi abuelo, al jubilarse, les había cedido el negocio a ellos.
Aparqué lo más cerca que pude del edificio, pues a pesar de que la zona en la que había decidido vivir era bastante tranquila, no dejaba de, como en todas partes, notarse el exceso de vehículos del que se padece en esta época.
Entré en el portal y me dirigí hacia la escalera, pues prefiero subir andando que tomar el ascensor, cosa que me sirve a la vez que de ejercicio, de evitarme la claustrofobia que me supone sentirme encerrado entre esas cuatro paredes, mientras recorre la distancia hasta el piso 5º donde está situado mi apartamento.
Una vez en él, decidí ponerme cómodo antes de enfrascarme en la lectura del libro de mi abuelo, así que me quité la ropa de calle y me enfundé en una camiseta vieja, unos pantalones de chándal gastados y unas zapatillas con una cara de león en cada una de ellas, recuerdo de mis años de niñez y de las que no conseguía desprenderme.
Con el libro en la mano, me senté en el sillón, recostando cómodamente la espalda y apoyando los pies en la mesita que siempre tengo delante de él. De nuevo me deleité pasando mis dedos por su rostro, como si al hacerlo, consiguiese que un duende apareciese y me concediese un deseo, solo uno, que sería suficiente para mí.
Suspirando lo abrí y volví a leer el prólogo en el que me decía que me lo dedicaba. Pasé la hoja y, en la siguiente, aparecía la foto de un bebé tomada hacía muchos años. Al pie de ella se podían leer estas palabras:
“Este soy yo de pequeño, cuando no tenía que pensar, ni decidir, ni luchar por nada, únicamente tenía que vivir”
Después se le veía más mayor, de pie, entre sus padres, delante del negocio familiar y donde había escrito:
“Aquí iba siendo un poco consciente de lo que significaba la vida”
Cada página era una etapa de su existencia, pero dando un gran salto en cada una de ellas; en la mili, que le tocó hacerla en África y que siempre decía que le resultó un poco dura; cuando volvió y se puso a trabajar con su padre; su boda, con la mujer a la que siempre quiso y admiró, hasta que la muerte de ella fue la causante de su separación; el nacimiento de cada uno de sus hijos; él, su padre, su madre, su mujer y sus hijos delante de la ya próspera empresa que había conseguido, dando un cambio radical al negocio heredado.
─Me sentía totalmente feliz, ─había escrito─ mi paso por la vida estaba resultando mucho mejor de lo que nunca hubiese podido imaginar. Lo tenía todo, amor, dinero, familia… y me confié, pero la felicidad es efímera y yo había recibido demasiado.
El primero al que tuve que despedir fue a mi padre y aunque me convencí diciéndome que era ley de vida, no pude evitar entristecerme. Le siguió mi madre poco después, supuse que no quería quedarse sin él y decidió unírsele.
Pero el peor golpe fue cuando perdí a tu abuela, sin ella la vida no tenía sentido para mí, la hubiese seguido de muy buena gana, pero a mi alrededor se encontraban tu padre y tus tíos y no tuve fuerzas para dejarles desamparados, así que reponiéndome, me abracé a ellos y decidí que mi vida debía continuar.
En las siguientes páginas aparecían los tres el día de su comunión, vestidos de marineros y acompañados de su padre. Sus labios dibujaban una gran sonrisa. Me fijé en la expresión de mi abuelo y me di cuenta de que las lágrimas estaban a punto de escapar de sus ojos, pero él las retenía y conseguía esbozar, al igual que sus hijos, una sonrisa, aunque la suya estuviese velada.
Después la boda de cada uno de ellos, en la que mi abuelo aparecía de padrino. Estas fotos ya las había visto y siempre me hacían pensar que, al no estar su madre, ninguna de las otras familias quiso quitarle el puesto y se conformaron con poner una madrina. En una ocasión se lo comenté a mi madre y me corroboró lo que yo sospechaba.
─En esta época ─escribía─ fue cuando empecé a valorar de verdad lo que significa ser feliz, pues veía a mis hijos felices y su felicidad formaba parte de la mía, aunque a mí siempre me acompañase un halo de tristeza.
Pasaba el tiempo y aunque no quería preguntar, una personita o más que siguiesen mis pasos, hubiese sido algo muy importante para mí pero, no se materializaba.
Cuando por fin naciste, conseguiste disipar en gran parte mi tristeza y me apoyé en ti. Pero ahora pienso que fue demasiado, pues di de lado a mis hijos y no debía de haberlo hecho. Lo peor fue para tu padre, pues a pesar de su carácter y de que quiera aparentar una gran fortaleza, no la tiene y lo único que se le ocurrió fue querer demostraros a todos, sobre todo a ti y a tu madre, su hombría, con lo peor que hubiese podido utilizar, la altanería.
Necesito que enmiendes mi error, que te acerques a tu padre con todo el cariño de que seas capaz para volver a ser la familia que sin quererlo distancié, pues será la única forma de que pueda descansar tranquilo allí, donde quiera que me dirija.
Cerré el libro y me quedé pensando en todas las palabras de mi abuelo, tenía razón, nos unimos tanto, que dimos de lado a todos lo demás, yo me sentía tan a gusto con él que era todo lo que necesitaba y fue una equivocación.
El sonido del teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Descolgué. Era mi madre. Me decía que mi abuelo ya se encontraba en el tanatorio y que pensaba que debía de acudir allí para hacer acto de presencia. Mi padre, mis tíos, mis tías y ella misma ya estaban en el lugar acompañándole. El entierro sería al día siguiente. Lo dejaba a mi elección, pero consideraba una falta de educación el que no fuese, pues sería el único que no estuviese presente. Era lo suficiente adulto para saber cómo comportarme ante las adversidades.
Me dijo varias cosas más, de carrerilla, sin dejarme intervenir como tenía por costumbre, por lo que colgó el teléfono una vez dio por concluido su sermón, sin darme tiempo a decirle todo lo que pensaba: que la quería mucho; que también quería a mi padre y que nunca se lo había demostrado lo suficiente, pero que pensaba cambiar.
Dejando el auricular en su lugar, me fui a la habitación, abrí el vestidor y elegí un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata también oscura, pensé que era la indumentaria que me correspondía en ese momento. Busqué unos zapatos negros y calcetines y procedí a vestirme. Mientras lo hacía, no podía dejar de pensar en las palabras de mi abuelo y de cómo podría ponerlas en práctica. No iba a resultar fácil. Mi padre, de eso estaba seguro, había encontrado una amiguita que parecía que le hacía su existencia más llevadera y mi madre, hastiada de los desplantes de su marido, se había dedicado a hacer su vida y aprovechaba cualquier oportunidad para irse con sus amigas y pasarlo bien. No creía que ella tuviese ningún amigo fijo, pero era posible que de vez en cuando echase una cana al aire.
Cuando estuve completamente arreglado, me miré en el espejo para evaluar mi aspecto; no estaba nada mal, mi vestimenta sobria realzaba mi figura. Me giré a un lado y al otro y corroboré lo que tantas veces me habían dicho; era una persona resultona. No se podía decir que fuese guapo, pero mis facciones eran lo suficientemente perfectas para que mi cara resultase agradable, cosa a la que yo contribuía con mi sonrisa permanente y mi expresión dulce. Si a eso le añadíamos mis 1,80 de estatura, mi complexión atlética, fruto de horas de gimnasio y mi buena educación, conseguida gracias a todos los educadores con los que había contado durante mis años de estudios, el resultado era el de un individuo agraciado, perfectamente capaz de llamar la atención donde se presentase.
Dejando mi ego de lado, volví a la realidad y decidí hacerme fuerte para llevar a cabo el deseo de mi abuelo. Bajé a la calle, monté en mi coche y me dirigí al tanatorio que me había indicado mi madre.
Pude aparcar fácilmente, pues estos lugares suelen estar preparados para toda clase de contingencias. Al salir del coche cogí la chaqueta del asiento de atrás, pues nunca he conseguido conducir con esa prenda puesta, me la puse y con unos pocos manotazos, arreglé las pequeñas arrugas que se habían formado en el pantalón. Cerré el coche con el mando a distancia y un pequeño sonido, algo así como un Bip, me corroboró que la labor se había llevado a cabo y que podía dirigir mis pasos al lugar de encuentro con mi familia.
Según me acercaba, iba recibiendo pésames, lo hacían de diferentes maneras; apretones de manos, besos en las mejillas, palabras de consuelo… Muchos de los rostros me resultaban familiares, pero otros no los había visto nunca, corroborando en mi mente la creencia popular de que eres más querido una vez muerto que cuando estás vivo. Busqué con la mirada a mi familia por parte de mi madre y abracé a cada uno de ellos, procurando no dejar a nadie sin mi efusivo abrazo.
Cuando por fin me encontré delante de mi familia, pero esta vez por parte de mi padre, a la primera persona que abracé fue a una de mis tías y me mantuve en sus brazos más tiempo del que nunca había invertido en este acto, algo que también hice con mi otra tía y con mis tíos. Deshaciendo el último abrazo me acerqué a mi madre y muy suavemente le susurré lo que la quería; que me perdonase por no habérselo dicho nunca; que estaba dispuesto a volver atrás y demostrarle todo mi cariño… La rodeé con mis brazos y como me había ocurrido esa mañana, no podía soltarme de ella. Las lágrimas brotaron de mis ojos de tal forma, que caían en su chaqueta, pero ella no era capaz de soltarse de mí, ni creo que lo desease, estoy seguro de que se preguntaba, igual que todos los demás, qué era lo que me ocurría, pues mi actitud en ese momento, no tenía nada que ver con la que había tenido siempre.
Cuando por fín la solté, me agarré a mi padre y le repetí casi las mismas palabras que había pronunciado mientras ceñía a mi madre. De nuevo me encontré sin querer soltarle, dejando pasar el tiempo en ese abrazo que no podía disolver, siendo perfectamente consciente de que las miradas de todos los presentes estaban pendientes de mí, pues nunca, ninguno de nosotros fue tan efusivo para demostrar nuestro cariño, en realidad, no nos lo demostrábamos nunca, éramos perfectamente correctos.
Al separarme de mi padre, me encontré en medio de aquella habitación siendo el centro de atención de todos los presentes, pues, era algo que saltaba a la vista, necesitaban saber el motivo de mi cambio de conducta, por lo que sus miradas estaban cargadas de interrogantes.
Calibré por unos instantes lo que supondría decirles a mis padres, delante de aquellas personas, lo que me rondaba por la cabeza, pero mirando a mi abuelo, adquirí la fuerza necesaria para hacerlo y hasta pensé que mi explicación no le vendría mal al resto de mi familia, así que empecé con mi disertación.
Les dije que de pequeño me había sentido muy solo, pues ellos, tan ocupados como estaban con sus distintos quehaceres, me dejaban en manos de las criadas, de mis niñeras y de mis instructores, pensando que paliaban su falta de afecto con cantidad de regalos, sobre todo en las celebraciones de mis cumpleaños, que siempre fueron desmedidas; ahora pienso que quizá eran así más por el que dirán que verdaderamente porque yo me sintiese feliz, porque lo que yo echaba de menos eran sus carantoñas, que únicamente recibía de vez en cuando y sus abrazos que siempre fueron esporádicos y sin un verdadero afecto ¡cuánto me hubiese gustado recibir un fuerte achuchón, rodeado por sus brazos!
Que envidiaba a mis amigos porque llegaban al colegio de la mano de su padre o de su madre, mientras yo lo hacía agarrado de mi niñera y cuando me contaban que habían ido al cine con ellos, cosa que jamás hicieron los míos. Por eso, el día que mi abuelo se jubiló y tuvo tiempo para mí, me volqué en conseguir todo lo que había echado de menos hasta ese momento y fue mi tabla de salvación. Dejé de preocuparme por ellos y de echar en falta su cariño, que estaba seguro que me tenian, pero que no habían sabido demostrarme y no fui consciente de su falta de felicidad, pues tenía suficiente con la mía.
Que suponía que se les acabó el amor o que lo enfundaron, de tantas veces como habían dejado de demostrárselo y que cada uno empezó a hacer vida por su lado, eso sí, sin dejar de demostrar, a los ojos de la gente, que seguíamos siendo una familia feliz y unida, una gran paradoja, si tenemos en cuenta que ninguno de los tres hacíamos nada por conseguirlo.
Dirigiéndome a mi padre le dije a bocajarro que sabía que tenía una amiga y que suponía que no le importaba que se lo dijese, pues era de dominio público y girándome a mi madre le espeté que no podía culparla de haberse refugiado con sus amigas o quizá con algún que otro amante esporádico, pues buscaba, al igual que mi padre y yo mismo, la tabla de salvación a la que agarrarnos, pero que estaba seguro de que podíamos volver atrás y comenzar de nuevo, pues dicen que nunca es tarde…
Cuando terminé mi discurso, me di cuenta de que el silencio era tan denso que un cuchillo hubiese podido cortarlo y que las miradas de todos los que se encontraban presentes me taladraban, como si quisiesen llegar al centro de mi propio cerebro, para averiguar el motivo por el que había elegido ese día para sacar a la luz todo lo que había expuesto.
Por un instante me sentí avergonzado, quizá había ido demasiado lejos con mis exposiciones y lo mejor sería irme y dejarles digerir todas mis palabras. Estaba convencido de que en realidad mi forma de comportarme había sido contraproducente y que en lugar de conseguir la felicidad, tal y como mi abuelo me había pedido, iba a lograr el efecto contrario.
Sabía que no podía abandonar el Tanatorio, pues resultaría muy extraño para todas las personas allí congregadas que yo, el único nieto de mi abuelo, no estuviese presente, así que salí fuera y me reuní con el resto de familiares que no habían escuchado mi disertación.
Al cabo de un rato noté como una mano se apoyaba en mi hombro, me giré y mi mirada se cruzó con la de mis padres. Me abrazaron y los tres lloramos como nunca lo habíamos hecho, estuve seguro de que el pensamiento de todos se dirigió a la pérdida que habíamos sufrido, pero nuestro llanto era mucho más, era reconocer los años que habíamos perdido y, en silencio, nos prometimos recobrarlos.
Al día siguiente incineramos a mi abuelo. Estuvimos los tres agarrados de la mano durante todas las exequias. Cuando recogimos sus cenizas, fuimos al chalet de mis padres y allí, entre los helechos, en un hoyo cavado al efecto, las colocamos, queríamos tenerle muy cerca de nosotros para que nos velase.
Ha pasado un año desde que nos dejó, mis padres están tratando de darse una nueva oportunidad y cruzo los dedos para que lo consigan. Les he pedido que si venden la casa en la que siempre vivió, me dejen conservar sus libros, mientras tanto, la visito todas las veces que puedo, me siento en su sillón, los recorro con la vista, cojo uno de ellos, cada vez uno diferente y lo estrecho entre mis brazos. Es como si aún estuviese a mi lado. He comprendido la importancia que tienen para mí, pero el más importante será siempre el que me escribió y que conservo en la mesita de noche. Aún no se lo he enseñado a mis padres ni a mis tíos, aunque quiero hacerlo, en cuanto encuentre el momento oportuno.
Julita San Frutos©

6 comentarios:
Qué bonito Julita! Que tierno y esperanzador, nunca es tarde para demostrar amor
Te mando un abrazo muy largo
Te quiero mucho Julita
Yo también te quiero mucho aunque ahora no nos veamos y no sabes lo que me alegro de que te haya gustado, lo escribí con mucho cariño y quería que tuviese un final, como dices, esperanzador.
Un abrazo también para tí 😘
¡Caramba Julita, qué relato tan extenso y tan minucioso! Nos lo has descrito todo perfectamente con sumo detalle. Conforme lo leía iba imaginando todo lo que contabas.
Y también te diré que sí, que todo lo que cuesta se valora mucho más, ya sea la felicidad o algo material.
Cuando tienes ilusión por algo y has de esforzarte por conseguirlo, ese logro es más emocionante y duradero.
Y una afirmación que he visto relatada es aquello de que hay que decir siempre te quiero, no guardárnoslo.
Y estoy totalmente de acuerdo. En casa, con mi marido, nos lo decimos muy a menudo y a nuestra hija, se lo hemos dicho también siempre.
Y para terminar te diré que sí, que los protagonistas parece que tienen la esperanza de retomar una vida que hace tiempo dejaron olvidada, pero...
¡Ojalá lo consigan!
Un besote como siempre
Helen Pi
Muchas gracias Helen, me encantan tus comentarios.
Tienes razón con todo lo que dices y me alegro que hayas comprendido lo que quiero dar a entender con este relato, pienso que en esta vida todo puede tener solución si somos capaces de encontrarla.
Un abrazo muy fuerte.
Julita
No, en efecto, no hay que perder la esperanza de encontrar la felicidad, que está en las pequeñas cosas de todos los días, a nuestro lado. Y, por supuesto, en los que recorren junto con nosotros el camino de la vida. En su cariño está la clave. No lo demos de lado. Nos necesitamos unos a otros. Siempre.
Gracias por recordárnoslo con tu emotivo relato, Julita.
Gracias a tí Marina porque te haya parecido emotivo el relato, quise escribir algo en lo que se representase la importancia de la relación con los que nos rodean y al parecer, gracias a vuestros comentarios, parece que lo he conseguido.
Gracias de nuevo y un abrazo muy fuerte.
Julita
Publicar un comentario