Se ha acabado agosto y nos encontramos en el primer día de septiembre; quizá por ello, y porque el verano se va despidiendo de nosotros, hoy quiero publicar un pequeño relato sobre una de las enfermedades que parece se han extendido en nuestra sociedad, afectando sobre todo a las personas que se encuentran, o nos encontramos, en la tercera edad. No se que os puede parecer, pero como siempre, espero vuestros comentarios.
Un saludo.
Julita
Sería un día como otro cualquiera, al menos
ese fue mi pensamiento al meterme en la cama la noche anterior.
Pero no lo fue, todo se desarrolló al
contrario de lo que me había propuesto. Para empezar, el despertador no sonó, o
no lo escuché cuando lo hizo, así que al abrir los ojos y mirar el reloj, me di
cuenta de que tenía el tiempo justo para acudir a la cita que tenía concertada.
Me duché y me vestí todo lo rápido que fui
capaz y salí a la calle engullendo algo dulce que se había cruzado en mi
camino. Corrí a la parada del autobús cuando me di cuenta de que el que me
correspondía para llegar a mi destino, estaba a punto de ponerse en marcha,
pues los últimos pasajeros ya se encontraban en la escalerilla. Pasé mi bonobús por la máquina y me quedé de pie
agarrado a la barra que transversalmente cruzaba el vehículo, pero cerca de la
puerta de salida, pensando que con mi actitud iba a acortar mi viaje.
Se aproximaba la parada en la que tenía que
descender, cuando me di cuenta de que una señora de edad avanzada obstruía la
salida, por lo que me dirigí a ella en la forma más suave que me permitió mi
estado de ánimo:
─
Perdón señora ¿va a bajar en la próxima?
─
¡Ah! ─fue
el único sonido que
emitieron sus labios.
No tuve más remedio que insistir, con
bastante falta de tacto por cierto, apremiándola.
Clavó sus ojos en los míos, lo que hizo que
me descolocase por completo, mientras me peguntaba:
─
¿Qué parada es ésta?
─
Plaza de España
─le
contesté─
¿Es la suya?
Sin mediar más palabras, cuando el vehículo
paró y se abrieron las puertas, la señora, con algo de dificultad, decidió
apearse. No tuve más remedio que ayudarla, pues su lentitud estaba acabando con
mi paciencia.
La acompañé hasta llegar a la acera,
dispuesto a continuar mi frenética carrera, cuando algo, que nunca he sabido
definir, me hizo parar y obligarme a acercarme a ella:
─
¿Dónde va? ¿Puedo ayudarla? ─fueron
las palabras que escuché
salir de mi boca.
─
¡Gracias hijo! ─fue
su respuesta─ ¿Quieres llevarme a algún lugar donde pueda
conseguir que el velo que cubre mi mente, se disipe?
La hice agarrarse de mi brazo y nos dirigimos
pausadamente a un banco de un parque cercano, donde sentados uno al lado del
otro, procedió a relatarme historias de su niñez, de cómo su madre la arrullaba
en las noches oscuras de insomnio, de los juegos con sus hermanos, de las
maravillas de su pueblo e incluso de sus clases en la escuela y de las
travesuras que se les ocurrían siendo unos chiquillos y que ponían en práctica
aún a sabiendas de la reprimenda que recibirían. Mientras, observábamos los
árboles, el cielo, las nubes, el sol… y escuchábamos el piar de los pájaros y
los gritos de los niños jugando.
No fui consciente del tiempo que transcurrió.
Me sacó de mi trance el sonido del móvil apremiando una respuesta.
Maquinalmente lo extraje del bolsillo y paré aquél repiqueteo que hería mis
oídos, era el número de la persona objeto de mi cita.
Pero aquél eco me volvió a la realidad y me
di cuenta, no sin estupor, de que la persona que se encontraba junto a mí,
debía de tener una familia que seguramente la estaría buscando
desesperadamente.
Miré el teléfono que se encontraba en mi mano
y marqué los números correspondientes para que la policía se hiciese cargo de
la situación. No tardaron en llegar para ocuparse de ella. En todo momento
supieron actuar con mucho tacto y respeto hacia la señora, cogiéndola con suavidad,
para no asustarla mientras fuese trasladada al lugar donde correspondiese.
Yo, por mi parte, no pude evitar decirles:
─
¡Por favor, cuídenla bien…
Pero no me fue posible continuar pues me
encontré con la sequedad de la que hacen gala los funcionarios, al comentarme:
─
¡Por supuesto que la cuidaremos bien! ¡No sé qué te puede hacer pensar otra
cosa! Ya nos hemos puesto en contacto con su familia y no tardará en reunirse
con ellos.
Me hubiese gustado poder terminar esa frase,
haber podido añadir: «¡no saben el privilegio que representa, pese a las
contrariedades, escuchar a un alma limpia refiriéndonos los pensamientos que
cruzan su mente!››
La señora se volvió hacia mí y cogiéndome de
las manos, me dijo:
─
¡Gracias hijo por
escucharme!
La metieron en el coche y alzando la mano me
hizo un gesto de despedida. Tuve que enjugar una lágrima que acudió a mis ojos
e hizo ademán de rodar por mi mejilla.
Superando mi estado de ánimo, cogí de nuevo
el teléfono y marqué el número que había quedado grabado. Mi excusa fue una de
las que tantas veces utilizamos, la de una enfermedad inexistente. Así, libre
de ataduras, deambulé por las calles beneficiándome del aire que rozaba mi cara
y aclaraba mis ideas.
Ahora, mientras pienso en la terrible
enfermedad que nos sobrevuela, recuerdo el día que nunca he podido apartar de
mi memoria, pues podía haber sido como otro cualquiera, pero marcó mi vida para
siempre.
Julita San Frutos©

12 comentarios:
Este relato no sólo es interesante, sino que también te "sacude". En un mundo individualista en el que siempre vamos deprisa, la historia que nos cuenta Julita nos ayuda a reflexionar sobre nuestra actitud hacia los demás y respecto a nosotros mismos. Si nos paráramos a escuchar, oíriamos todo lo que nos rodea.
Gracias Marina por tu comentario, yo también pienso que deberíamos ir un poco más despacio y tener en cuenta a los demás. Un abrazo.
Hola, Julita,
Pues sí, escuchar, aunque sea durante un ratito, a nuestras personas mayores les beneficia a ellos y a nosotros también, porque en la sencillez de sus relatos se esconde un tesoro: aprender a apreciar la vida que tenemos.
Un abrazo
Hola
Es estupendo.Da mucho que pensar en la vida tan estresante que llevamos, y que nos da tan poco tiempo de estar, en lo verdaderamente importante y que nos aporta tanto.
Gracias Carmen por tu comentario, yo, como persona mayor, me encanta que me escuchen, pero como se que eso es difícil, es por lo que escribo y al menos cuando me leéis, es como si me escucháseis. Un abrazo.
Gracias Sabrina, piensas como yo lo importante que es no ir estresado, pero se, pues también me afecta aunque me pese, que es muy difícil conseguirlo y creo que debería aprender de mis propios escritos. Un abrazo.
Buenas tardes Juli, tu relato es precioso y a la vez, muy triste por su contenido.Desgraciadamente estamos viviendo en un mundo egoísta y materialista q mucha gente permanece insensible a esta enfermedad tan cruel.No dejes de escribir. Un fuerte abrazo😘😘😘😘😘😘 Tere
Gracias Tere por lo que me dices, como te he comentado en otras ocasiones, me gustan mucho los comentarios y sobre todo saber que me leéis, por eso trataré de seguir escribiendo mientras mi mente me responda. Hasta pronto.
Hola. Es verdad que hoy en día todos vamos a lo nuestro y apenas nos paramos a escuchar a la gente que tenenmos más cercana por lo que menos aún a otras personas que no son de nuestro entorno. Es una pena porque vamos perdiendo esa esencia que nos debería hacer ser más humanos y comprendernos y ayudarnos más unos a otros.
Un abrazo
Tienes toda la razón Enrique, escuchamos muy poco y deberíamos hacerlo más para, cómo dices, ser más humanos, la palabra es solamente nuestra (del ser humano, se entiene) y en cambio son pocas las veces que nos valemos de ella para sentirnos más cerca de los demás. Un abrazo a tí también.
Pues sí Julita, sí. Efectivamente esta enfermedad es demasiado habitual. Aunque creo con sinceridad que ha existido siempre. Los que hemos tenido abuelos ancianos a nuestro lado, nos hemos dado cuenta que, en ocasiones, algo fallaba y que, la respuesta que esperábamos, no era la que aparecía en sus palabras.
Actualmente tenemos cercano un caso con algún tipo de demencia y te aseguro que es difícil tratar con ella. Siempre está riendo, siempre contenta, y tú te quedas mirándola y no sabes ni qué decir. No sabes cómo actuar.
Los especialistas te dicen que ellos son los que menos sufren porque
afrontan la realidad de otra manera pero, la familia me da mucha pena. Sus hijos comentan que aquélla ya no es su madre, que ya no les conoce.
¡Qué cruel es la vida!
Los ha parido, los ha cuidado, los ha educado y ahora...
Yo doy gracias por poder hablar con la mía a diario. Y ojalá que sea por muchos años.
Un saludo.
Helen Pi
Gracias Elena por tu comentario, es muy triste que tu propia madre o padre no te reconozca, pero pienso que quizá sea un consuelo cuando vemos que son felices, aunque sea a su manera. Me alegro de que des las gracias por poder seguir hablando con tu madre, yo espero poder escuchar y entender a mis hijas todo el tiempo que se me conceda. Un abrazo.
Publicar un comentario