El sol se desperezaba lentamente por el
horizonte y con él lo hacían los animales del bosque. Se presentaba un día
realmente magnífico. Todos sin excepción, aprovecharían sus rayos, así que se
deleitaban pensando en el momento en que se encontrase en su cénit y les
calentase, mientras indolentes, descansaran sobre las piedras.
Ese
día estaban especialmente contentos
pues empezaba una primavera que seguro
sería espléndida. Dejaban atrás la necesidad de buscar refugio en sus madrigueras
por temor a alguna tempestad de granizo o de nieve, como habían tenido que
hacer durante el invierno.
Ahora
lo que necesitaban era un buen desayuno para calmar el rugido de sus vacíos
estómagos. Ese momento resultaba de gran peligro especialmente para los pequeños
roedores, pues las rapaces, los zorros, los lobos, los jabalís e incluso los
reptiles, buscaban el momento en que pudiesen apoderarse de ellos. Así que los
conejos, las liebres y los ratones habían cogido la costumbre de no apartarse
demasiado de sus escondrijos, de esa forma, en cuanto detectaban el menor
peligro, se escondían rápidamente sin dar tiempo a sus depredadores a tenerlos
entre sus fauces. Las ardillas lo tenían mucho más fácil, pues ellas, en el
momento que notaban la menor posibilidad de ser atrapadas, trepaban rápidamente
al árbol que tenían más cercano y dejaban a sus posible atacante sin la menor
posibilidad. Tanto unos como otras, no todas las veces conseguían salir
airosas, había veces en que el atacante era más rápido y entonces sí que
servían de alimento.
Bueno, no eran únicamente los animales pequeños los que se encontraban
en peligro de ser apresados, los zorros, las cabras montesas, los jabalís y
hasta los mismos lobos podían ser presa para cualquiera de su mismo tamaño.
Incluso las rapaces con sus vuelos certeros y sus garras capaces de transportar
a sus víctimas hasta el nido, podían ser capturadas por algún depredador al
acecho.
Pero esa era la vida en el bosque. Unos alimentándose de hierbas y ramas
sin molestar a nadie, pero siendo molestados y otros necesitando de la carne
fresca para sobrevivir y claro, teniendo que buscarla dentro de su entorno.
Ya
los rayos del sol calentaban las piedras donde descansaban los lagartos,
lagartijas, salamandras y demás reptiles. Mientras, una ardilla con su fruto
entre las patas delanteras, buscaba un lugar seguro donde esconderla. Un poco
más lejos, una manada de cabras se dirigía a beber al agua clara del río que
cruzaba el bosque. Aquí y allá se podían ver animales descansando, pero alerta,
pendientes de los más leves ruidos, no en vano de ello dependía su
supervivencia.
Todos
oyeron los extraños ruidos, todos se asustaron, pero ninguno reunió el valor
suficiente para averiguar qué lo producía. Fue la ardilla, a la que le cayó la
avellana de entre sus patas, la que trepó con gran agilidad hasta la copa del
árbol que tenía más cercano y la que dio la voz de alarma:
“¡Habían
entrado unos humanos en el bosque y llevaban grandes motosierras!”.
Los pájaros y las rapaces corroboraron las
palabras de la ardilla, así que los reptiles y todos los que pudieron trepar,
lo hicieron, para cerciorarse con sus propios ojos de la veracidad de la noticia
que venía a alterar en gran manera la tranquilidad del bosque.
¡Las
motosierra hacían un ruido infernal! ¡Los hombres gritaban dando órdenes!
Los animales, que se mantenían expectantes
desde una distancia prudencial vieron con horror el desacato que estaba
teniendo lugar.
¡Cortaban
los árboles; sus árboles, su refugio, su amparo, su abrigo, su protección!
Empezó
a cundir el pánico y se inició una gran desbandada, corrieron a lo profundo del
bosque seguros de que los humanos no llegarían hasta allí.
El
estruendo avanzaba peligrosamente consiguiendo, tristemente para ellos, que el día
hubiese perdido totalmente su luminosidad. ¡Ahora necesitaban esconderse! ¡Esa
era su prioridad! Desde ese momento ya no había depredadores, ni presas, ni
fuertes ni débiles, eran todos uno haciendo frente a un enemigo común.
Cuando
el sol comenzó a ocultarse, cesó el ruido y pararon los gritos. Poco a poco el
silencio volvió a extenderse por el bosque, pero ninguno se atrevió a salir de
su refugio. Solo algunos, los más intrépidos,
fueron capaces de acercarse hasta el lugar del que se acababan de ir los
hombres, para descubrir con horror la desolación que habían causado.
¡Su
bosque ya no lo era, una ingente cantidad de árboles yacían en el suelo con la
savia aún fresca manando de sus cortezas!
Al
volver al sitio donde estaban escondidos los demás y decir lo que acababan de
ver, en sus mentes se formó una gran pregunta:
¿Qué harían sin su bosque?
¡No
se imaginaban viviendo en otro lugar! ¡Pero, no conseguían encontrar una respuesta!
Pasaron la noche sin poder conciliar el sueño.
Pero antes de que el sol se desperezase de nuevo por el horizonte, los zorros,
que siempre han sido muy astutos, tuvieron una gran idea:
“Si
se unían todos, serían muchos, bastantes más que los hombres y podían darles un
gran susto y una gran lección”.
Los
ratones, ratas, conejos, castores y demás roedores tenían que cavar túneles, lo
más grandes que pudiesen. Los reptiles se enroscarían en las ramas de los
árboles para a una señal, caer todos a la vez como lianas en contra de los
humanos. Los ciervos, los jabalís, las cabras, los lobos y ellos mismos
formarían una gran muralla con ramas, hojas y troncos de árboles, de tal forma
que pareciese impenetrable para poder esconderse detrás. Las ardillas, los
pájaros y las rapaces les tirarían desde las alturas, piedras, bellotas, piñas,
cualquier cosa que encontrasen y por último, los sapos, las lagartijas, las
ranas y los lagartos se meterían entre sus piernas para hacerles perder el
equilibrio y caer.
Cuando el sol asomó por el horizonte, igual que venía haciéndolo cada
mañana, encontró a todos los animales del bosque dispuestos a la lucha. Por
eso, en el momento que llegaron los hombres con sus sierras, el ataque no tuvo
tregua.
Cayeron dentro de los túneles y cuando
conseguían salir, espectros viscosos se enredaban entre sus pies y caían de
nuevo mientras algo se descolgaba de las ramas de los árboles y venían a colocarse
en sus cabezas, a la vez que una lluvia de piedras y elementos punzantes
llovían desde el cielo. Para colmo, delante de ellos aparecía una gran barrera
que hacía imposible adentrarse en el bosque. Al poco tiempo de haber comenzado
el jaleo formado por los animalitos del bosque, los hombres, llenos de
magulladuras, heridas, torceduras de pies, incluso algún que otro brazo y
pierna partido, decidieron dar marcha atrás y escapar corriendo a la máxima
velocidad que pudieron.
Allí quedaron las armas destructoras como fiel reflejo de la victoria de
los animales sobre los humanos y sobre todo de una frase que existe desde que
el tiempo es tiempo:
“La
unidad hace la fuerza”
La
paz volvió al bosque, aunque los animales no dejaron nunca de estar preparados
por si se presentaba una nueva invasión, pero al parecer, los humanos
comprendieron que no se debe luchar contra un enemigo superior.
Julita San Frutos©

2 comentarios:
A los humanos nos molesta que invadan nuestra casa, pero invadimos constantemente la de los demás sin contemplaciones.
Sirva este relato para meditar si a nuestro paso, aunque pequeño, otro ser vivo está sufriendo.
Ojalá y sirva de verdad!!
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