1 de abril de 2021, seguimos con la misma situación que teníamos hace un año, pero lo último que debemos hacer es desesperarnos, así que hoy os dejo un relato que comenzó como un microrrelato para un concurso pero que, por alguna razón, necesité seguir escribiendo hasta que acabé convitiéndolo en un maxirrelato. Un poco más que me hubiese empeñado y quizá ahora estuviéseis leyendo una novela.
En fín, aquí os lo dejo, que lo disfrutéis.
Julita
Me encontraba abrazado a mi madre, las lágrimas corrían por mis mejillas sin que pudiese evitarlo. Había perdido a la persona más importante de mi vida y estaba convencido de que nada volvería a ser igual.
Mi abuelo había muerto hacía escasamente unas horas, lo hizo agarrado a mi mano con una fuerza inusitada, teniendo en cuenta el momento en que se encontraba. Quiso decirme algo, pero yo no podía entenderle, pues de sus labios únicamente salía un exiguo hilo de voz. Tuve que acercar el oído hasta casi rozar su boca y de esa forma logré entender, a duras penas, lo que deseaba.
─En la habitación… la del fondo… está allí… ve a buscarlo… ─esas palabras fueron las únicas que entendí antes de que exhalase con el último suspiro y sus manos se soltasen flácidas y amoratadas de las mías.
Permanecí varios minutos más, no puedo precisar cuántos, sentado en el borde de la cama, sin cambiar la postura ni la actitud que había tenido antes. Necesitaba asimilar lo que estaba ocurriendo, convencerme de que ésa sería la última vez que le vería. Fue entonces cuando mi madre se acercó y agarrándome por los hombros me instó, con suavidad, a incorporarme.
─No podemos hacer nada más ─me dijo─ tienes que ser fuerte.
La rodeé con mis brazos y la abracé, pero no era un abrazo normal, era el mismo con el que debe de agarrarse un náufrago al tablero que pasa por su lado, cuando se encuentra en medio del mar y que, con mucho esfuerzo, consigue alcanzar.
Ahora no podía deshacer el abrazo, pensaba que si lo hacía, no volvería a encontrar mi rumbo, pero, debía sobreponerme. En algún momento tenía que hacer frente a la realidad de que nunca más cruzaría la calle unidos sus dedos con los míos. De que no volvería a escuchar sus historias cuando, solos los dos, jugábamos a inventarlas a cuál más descalabrada. Tampoco vería más sus guiños cómplices en la mesa, a escondidas de mis padres, cuando sabía que alguna comida no era de mi gusto y, después, el intercambio de platos con el más absoluto sigilo.
